Ésto es un asesinato

Conocí a Marios una tarde de cañas en Cádiz mientras nuestro amigo común batallaba con el casero dos pisos por encima de nuestras cabezas. Es, como dirían los italianos, una persona solar. Tiene un sentido del humor radiante y unas ganas de comerse el  mundo que son contagiosas. Por eso, cuando el domingo leí su mensaje me di cuenta del pesimismo y el desconcierto que viven los chipriotas desde hace días.

«Estoy llorando mientras te escribo. Por favor,todo el  mundo debería saber ésto, todo el mundo debería difundir la verdad». La noticia del rescate a Chipre y de la quita de los ahorros de los ciudadanos tiene consecuencias más reales, más tangibles que el nuevo  aumento de la prima de riesgo y la inestabilidad en los mercados. A Marios le quedan 20 euros en la cartera y el banco ha congelado todos sus ahorros. «Creo que lo que estáis viendo por televisión no es verdad. Intentan llevar a Chipre a la bancarrota y están haciendo un buen trabajo», continúa en su correo. «Nos están robando el dinero y matándonos poco a poco. Quieren llevarse el petróleo y el gas natural que encontraron hace tres años. Chipre está acabado. Y España es la siguiente».

El pesimismo y la sensación de catástrofe contrastan con los mensajes tranquilizadores que los jefes de Europa quieren hacernos llegar al resto de países mediterráneos para evitar, entre otras cosas, la fuga de capitales. Primero nos dijeron que España no era Grecia, y ahora nos juran que tampoco es Chipre, como si amargarles la vida a griegos y chipriotas fuera menos grave por una cuestión de tamaño poblacional y estadísticas económicas.

«Están tratando de destruir mi país otra vez», se lamenta Marios. Es ese «otra vez» lo que le produce más amargura. Recuerdo como días después de conocernos me describía con nostalgia pueblos que nunca llegó a conocer pero que se habían grabado en su memoria como recuerdos propios a base de escuchar a sus padres y abuelos. Pueblos ya abandonados de los que él sólo ha conocido las alambradas y los puestos militares turcos.

«Ésto es un asesinato», sentencia Marios.

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Jaira Family

La cerca está construida a base de caña y palma, y varias piedras y trozos de neumático sirven para reforzar su base. Tiene dos entradas, sin puerta, y una altura de no más de 80cm que evidencia una función más delimitadora que defensiva. Sin embargo, este pequeño recinto es probablemente uno de los espacios más seguros de todo Senegal. Es la Maison des Artistes, una de las cientos que existen a lo largo de la costa del país y que funcionan como local de ensayo de músicos, punto de encuentro de amigos y despacho de artesanías locales. Nuestra Maison es, además, un lugar de culto ya que pertenece a una pequeña comunidad Baye Fall.

Para un europeo definir a un Baye Fall o Bayfal no es sencillo. A primera vista parecen musulmanes negros rastafaris, artistas y vividores, de muy buen talante y con muy poca prisa. Y esa es la imagen que suele llevarse el turista poco afortunado. Los bayfales son musulmanes cercanos al sufismo que entremezclan las costumbres y los rituales tradicionales del oeste africano. Y por eso son, inevitablemente, artistas.

La caseta tiene un techo de caña que protege del sol durante la estación seca y de la lluvia durante la húmeda, y tiene por suelo la fina arena de la playa. De los postes de madera y de la cerca cuelgan atillos de conchas blancas atadas con hilo rojo y rafia, sonajeros marinos junto a plumas de pájaro, troncos retorcidos y estampas de marabúes, guías espirituales, mediadores vivientes entre Alá y sus fieles. Nuestro chiringuito está abarrotado de amuletos, cantos y oraciones protectoras. Por eso nos ofrecen plantar dentro la tienda de campaña. Nadie se atrevería a entrar en mitad de la noche, nadie nos robaría o nos haría daño estando allí dentro. En realidad, el pueblo es seguro. Pero la noche es traicionera. Y más en África. No tanto por amenazas reales, sino por el miedo al miedo. En nuestro camino encontramos un concepto olvidado en las ciudades europeas: la noche oscura. La noche sin luz, sin un candil. Sin farolas ni ventanas iluminadas. Solo negrura y calor que te encierran en un cofre del que solamente el sol tiene la llave. Por más que lo desees, por angustiosa que pueda resultar la claustrofobia, no hay manera de romper la noche. Ni siquiera tras un mal sueño. Solo el gemido de la dínamo como anticipo de la tenue luz de una linterna.

La oscuridad también tiene sus ventajas pues es el único momento del día en el que se puede pasar desapercibido. El resto del tiempo uno es escandalosamente blanco. La noche al menos concede un respiro. Ya no hay niños señalándote con su dedito gritando «¡toubab!» (¡blanco!) y dejas de sentirte un forastero.

Pasamos una semana acampados en nuestra maison, iluminados por una luna llena a reventar que derrama blancura sobre el mar. Las noches cerca del agua son más frescas y la brisa barre a los mosquitos.

Cada mañana nos despierta el mismo muchacho con su ritual de ejercicios en la playa. Una rutina de entrenamiento que le ha hecho ganarse el apodo de El Cangrejo por sus carreras y saltos siempre de espaldas. Recogemos la tienda y las mochilas entre saludos y apretones de manos, cargamos nuestras cosas y vamos a ver a nuestros amigos.

Se podría decir que Jaira Family es un proyecto artístico aunque en realidad funcione como una familia, solo que los lazos son de música y no de sangre. Mame Cheik es el djembefola del grupo, el tambor principal, el primer violín de la orquesta. Es a su vez una especie de hermano mayor del grupo, respetado porque respeta, unido mediante una ceremonia a su compañera Mame Diarra. En el grupo todos son artistas. En el grupo todos son pobres.

Mame Cheik nos invita una noche a acompañarles a un espectáculo. Tocan en un hotel francés de cinco estrellas al que los músicos y bailarines llegan en una furgoneta blanca un tanto destartalada, llena hasta los topes de instrumentos y personas. Es un día especial porque Mame Cheik estrena un traje para el evento, un regalo de su compañera. Los demás se enfundan los uniformes del grupo creados por uno de los percusionistas que es, además, modisto.

La sala de eventos de hotel se asemeja al de salón de actos de una escuela. Las sillas están dispuestas frente a un escenario donde es imposible que quepan todos los músicos. Mientras el público se acomoda, las bailarinas miran nerviosas a través de las cortinas. No tienen mucha experiencia en este tipo de espectáculos pero el coreógrafo del grupo las tranquiliza con su imperturbable sonrisa.

Nadie ocupa las primeras filas. Los espectadores, todos blancos, todos franceses, todos por encima de la cincuentena. Ninguno está preparado para lo que van a ver en los próximos 45 minutos.

Por la esquina izquierda del escenario aparecen los primeros tambores que introducen un tema tradicional, mientras que por el centro cinco bailarines se colocan tumbados boca abajo. Durante la diástole del dumdum, los cuerpos reposan y los brazos se deslizan sobre las tablillas de madera, a la espera del golpe de tambor que marca la contracción del cuerpo y la elevación de los brazos. El ritmo se incrementa progresivamente y las dos únicas mujeres del grupo entran en escena, se miran, bailan, saltan y sudan ante la mirada inexpresiva del público. Las muchachas desaparecen y los que aún siguen en el suelo se levantan de un salto dejando a la vista, para sorpresa de todos los presentes, sus miembros amputados.

Un hombre joven sin una pierna, salta y da volteretas al son de los djembes. El ritmo ha subido, Mame Cheik hace un solo de djembe mientras otro muchacho, cuyas piernas sufrieron en la infancia un fuerte ataque de polio, gira sobre sus rodillas impulsado por las manos. Mira al público y marca con sus manos y su cabeza y sin error alguno el ritmo perfecto de los tambores. Entran de nuevo las bailarinas y el coreógrafo, y juntos hacen enrojecer a cualquiera que esté habituado a términos como «minusválido» o «movilidad reducida». La danza es perfecta, vibrante. El escenario explota de energía. Los turistas no saben cómo actuar, incómodos algunos, fascinados otros.

Acabado el espectáculo los felicitamos, nos abrazamos unos a otros. Les recibimos entre aplausos y besos cuando salen uno a uno del vestuario. Por una vez se sienten estrellas, perciben nuestra admiración y nuestro respeto. Se hacen proyectos, seguramente un grupo así obtendría subvenciones en Europa, ¡grandes artistas y una labor de integración es-pec-ta-cu-lar! ¡Hay que celebrarlo! Pero esperemos a Mame Cheik, ha ido al despacho a cobrar la actuación. Ya viene. ¿Cuánto os han pagado? Trece mil francos… Eso son unos veinte euros, a repartir entre dieciocho personas… Y un hombre que ha venido a felicitarnos nos ha regalado una libreta y dos bolis.

Nos vamos a cenar algo con Mame Cheik y Mame Diarra. El resto se han ido a casa, tienen familia y llegan con las manos casi vacías. Mame Diarra protesta, se enfada por la situación. Mame Cheik la acepta como algo inevitable. Ella es blanca, es europea, también es bailarina y se da cuenta de la injusticia. Sabe lo difícil que es formarse, llegar a ser lo que es Mame Cheik, para ella es un maestro además del hombre al que ama.

Acabada la cena, Mame Cheik nos acompaña a casa, a nuestra maison de arena y caña. Nos despedimos y le vemos alejarse bajo la luna, pleno como ella. En paz.

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Evolución

Me equivoqué. Y yo que pensaba que este blog había nacido para mantener el contacto con mis amigos durante un viaje… claro, por eso acabado el viaje no me atreví ni a alimentarlo para que creciera ni a acabar con él de una forma digna. Hice lo que se hace con esas plantas feas que dejan en casa los antiguos inquilinos: no las tiras pero tampoco las riegas, esperando que se apaguen solitas, utilizando el olvido como excusa. Un día tendiendo la ropa miras de reojo esperando encontrarla lo bastante seca y chuchurría como para tirarla al contenedor de lo orgánico. Pero te das cuenta de que, aunque maltrecha, aún le queda un hilito de vida. «Testaruda!». Sí, la vida es testaruda y se abre paso de maneras inimaginables.

Dos meses después de escribir la última entrada en este blog descubro que casi cinco mil personas lo han visitado (no puedo decir que hayan leído los post, porque sería mucho decir). Y que en estos dos meses las visitas han caído en picado… pero no han desaparecido totalmente. Incluso hay algún comentario nuevo. Quizá las ideas y la curiosidad sean tan testarudas como la vida misma. Esas tres, cinco visitas diarias han mantenido este espacio vivo esperando que fuera regado de nuevo.

En realidad todo lo que aquí he escrito desde enero son historias muy simples, ni siquiera están bien contadas. Pero parece ser que a los humanos nos gusta que nos cuenten historias. Y si son de lugares lejanos y de personajes valientes aún mejor. Le he dado vueltas y más vueltas buscando un nuevo enfoque porque, sin viajes, éste no puede seguir siendo un blog de viajes. Así que he decidido que es hora de que crezca y se convierta en un blog de historias. De críticas. De cuentos. Un espacio marginal para periodistas marginados. Para lectores descarrilados de los medios oficiales. Un lugar para olvidarse de cuánto duele la realidad y, a la vez, compartir la realidad más dolorosa. En fin, un sitio para escribir, básicamente, lo que me dé la gana.

Y no es fácil…

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De León a Barcelona a León a Barcelona a León a Barcelona….

He venido a casa de mis padres tres días, a buscar mis cosas otra vez, a hacer de nuevo la maleta. Me vuelvo a Barcelona tres meses porque he conseguido trabajo en el hospital y claro, estoy muy contenta. Barcelona ha sido mi hogar durante casi cinco años. Tengo amigos y una pequeña familia de expatriados de todas partes que, como yo, han dejado lejos hermanos y padres. En Barcelona he sido (y soy muy feliz). Creo que he sido feliz en todos los lugares en los que he vivido en los últimos nueve años.

Mi historia no tiene nada de especial: una mañana de octubre, el abrazo de mis padres en la puerta de casa, la maleta, más ilusión que miedo, un novio que se queda y se acabará convirtiendo en un teléfono hasta desaparecer, unas cuantas amigas que nos iremos desperdigando con el paso de los años por distintas ciudades europeas, gente nueva, los amigos de siempre cuando vuelves de visita que te dicen «no vuelvas que aquí no hay nada», los cambios, la nostalgia, las aspiraciones, los viajes…

Y cuando vuelves, los padres cada vez más mayores (aquí consideramos que más mayores está bien dicho), cada vez más amigos fuera, y los que aún están, parados, se sienten demasiado viejos para irse y demasiado jóvenes para asegurar nada. Te repiten que si se hubieran ido antes…pero que las ciudades grandes no son para ellos. Los ves tomando unos cortos, subiendo al monte, creando e ideando mil maneras de buscarse la vida.T e escuchan con atención porque tú has viajado, has estado fuera y, según ellos, has visto mundo, y eso aquí, se respeta. Y tú que piensas que ellos son más cultos, más fuertes, más nobles y honestos. Son reflexivos. Son enérgicos. El que se va representa el individualismo y la libertad, el valor, el que se lanza a lo desconocido. El que se queda es estandarte de la lealtad, del amor a la tierra que no tiene nada que ver con banderas, el amor a esa roca, a ese bosque, a los ríos y al cielo estrellado. Su patria, los senderos. Sus colores, los brezos en flor. Los adoquines de las calles bajo las luces doradas marcan su camino.

El viento es helado aún en pleno junio, y las nubes altas como catedrales, negras de lluvia. Los valles asturleoneses se vuelven noticia por el conflicto minero. Los ojos de medio mundo se vuelven hacia las comarcas del carbón, y sus habitantes, que no están acostumbrados a ser el centro de ninguna mirada, se abren al extraño que se preocupa por dar visibilidad a su lucha. Reciben a los periodistas en sus casas, sin importarles si son freelance y si trabajan para AFP, aquí no hay estrellas, hay trabajadores y el informador es otro currante que defiende su puesto de trabajo. Los obreros son, ante todo, solidarios. En las casas se llenan de comida los platos y de vino los vasos. Los propios mineros guían a los de fuera por la maraña de cuencas mineras y les llevan a los pozos.

Las imágenes de la lucha en el norte no han cambiado apenas en cien años. Hombres cubiertos con pasamontañas se enfrentan a la policía lanzando voladores, piedras y tuercas. Paran a los camioneros mediante barricadas ardiendo y atraviesan los vehículos en mitad de la carretera. Escapan al monte donde los antidisturbios lo tienen todo perdido. La policía lo sabe y juega al desgaste con los mineros, esperando a que el cansancio provoque divisiones internas. Son escenas que llenan de orgullo y de dolor a las mujeres de la zona, tan fuertes o más que los propios hombres.

Pero yo estoy haciendo nuevamente la maleta, dejando a mi gente en pie de guerra porque en Barcelona tengo trabajo para los próximos tres meses. Encontraré personas que comprendan lo que está pasando, que de verdad vean el trasfondo de todo ésto. Encontraré también trabajadores de la industria, o licenciados precarios, peluqueras, físicos, fotógrafos, arquitectos, charcuteros, todos igual de jodidos en su área. Sin duda me toparé con aquellos que empiezan infinitas discusiones acerca de cómo debería ser la lucha obrera, ataviados con camisetas del Che, y que no han entrado en una fábrica en su vida. Me cruzaré con miles de personas, con caras desconocidas, con gente y más gente que tiene una historia quizá como la mía pero que no significan nada para mí. En los pueblos todos se conocen, para bien y para mal. En las grandes ciudades casi nadie se conoce, para bien y para mal.

El día 25 se asestará el golpe definitivo a la minería leonesa, asturiana y palentina. Morirá con ella una forma de vida, la cultura centenaria de muchos pueblos que no tienen otra manera de vivir. Atrás quedará la historia de lucha contra los empresarios, las huelgas, los encierros, los conflictos entre minería y conservación del medio ambiente… lo que no sabe tanta gente es que se perderán también la fraternidad, la unión, el ambiente tabernero tras el trabajo, las comidas cocinadas en fuego de carbón, las leyendas, las canciones, el dolor compartido por todo un pueblo tras un accidente laboral… se perderán muchas cosas que soy incapaz de explicar a quien no conozca nuestras montañas. Se perderán miles de puestos de trabajo en regiones donde la reconversión del sector no se ha llevado a cabo correctamente por culpa de la corrupción política y empresarial. Como siempre, no serán los culpables los que lo paguen. Se vaciarán los pueblos, los jóvenes tendrán que emigrar. Y los niños que amaban su tierra crecerán sin oportunidades, por lo que desearán escapar a las ciudades. Seguramente en su casa les dirán eso de «vete, que aquí no hay nada», y harán su maleta, con más ilusión que miedo, dejando padres y hermanos…

 

 

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Desalojo

Minutos después de publicar la entrada «La clave de Sol», en torno a las 4.45 de la madrugada, han empezado a oírse los helicópteros sobrevolando el centro de Madrid. La policía está efectuando el desalojo de Madrid, Sevilla y Valencia de manera simultánea, según informa Democracia Real Ya, a través de Twitter. Han cortado los accesos impidiendo la entrada al interior de la plaza. La gente que intenta entrar por calle El Carmen muestran sus manos y gritan «estas son nuestras armas» mientras crece la tensión, según El País. La policía no permite el paso de manifestantes y pide la documentación, después de haber sacado a los periodistas a empujones de la plaza.

Los manifestantes corren por la calle Preciados para escapar de los antidisturbios. Hay ocho detenidos por el momento. Los compañeros de Sol estaban emitiendo el streaming pero se ha perdido la conexión durante unos minutos, después de que se viese como un agente zarandeaba y reducía a un muchacho.

Por lo que se ve en el streaming y según confirman los diarios El País y Periodismo Humano en sus ediciones digitales, los manifestantes mantienen una actitud pacífica y de resistencia pasiva. La policía informa, sin embargo, de que un antidisturbios ha resultado herido en la cabeza, aunque ninguna fuente ha podido confirmarlo. La respuesta desde @acampadasol al desalojo es un llamamiento a través de Twitter a ocupar la Puerta del Sol y todas las plazas mañana a las cinco de la tarde. «Frente al #desalojoSol y el de otras ciudades, mañana, #Volvemosalas5»

 

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La clave de Sol

«Primero dijeron que no era posible quedarse después de las diez sin que hubiera problemas. Luego, cuando montamos esa carpa de ahí, muchos pensaron que la desmontarían y nos sacarían por la fuerza. Y aquí seguimos». Con estas palabras comienza una de las intervenciones más aplaudidas en Sol en lo que va de noche. El anuncio por parte del gobierno de flexibilizar el horario de la protesta en Sol no se debe a un gesto de comprensión ni de tolerancia, si no a una estrategia bien calculada. Intentar desalojar la plaza en la que desde las siete de la tarde se han ido encontrando decenas de miles de ciudadanos cargados de determinación no es un movimiento inteligente y en el Ministerio del Interior lo saben. El uso de la fuerza, como ya han podido comprobar durante todo un año, ha servido para hacer crecer la solidaridad entre los manifestantes, así que parece que, de momento, los responsables del gobierno han decidido seguir la misma estrategia que usa su presidente Mariano Rajoy en los momentos difíciles: no hacer nada.

La masiva concentración, pacífica, festiva, tranquila, se ha mantenido compacta hasta pasada la una de la madrugada. Después, poco a poco, ha ido desaguando en un goteo continuo por las calles aledañas a la plaza de Sol, hasta que varios miles de personas han iniciado una asamblea en la que se informa de las actividades de los próximos tres días y en la que se debate la pregunta que circula desde hace horas por la plaza. «¿Nos quedamos?». Uno de los manifestantes recuerda a los presentes que lo importante no es ocupar las plazas aunque también forme parte de la protesta, si no coordinar las acciones y actividades de los próximos días y poner en común el trabajo que cada día queda fuera de los focos mediáticos.

Mientras tanto, las «lecheras» de la policía van abandonando la plaza, un grupo de personas recoge latas y plásticos del centro de la plaza, y en el punto de información se esmeran por conseguir bolsas de basura y escobones para limpiar el suelo. Varios djembes suenan frente a la calle Carretas, donde una hora antes un grupo de batucada marcaba el ritmo de los cánticos. «Madrid será la tumba del sistema», «no tenemos miedo» o «Bankia al bankillo» son algunos de los lemas que se han sumado a los ya clásicos «dormíamos, despertamos» o «esta noche va a salir el Sol».

La ironía ha vuelto a ser invitada de lujo en el primer aniversario del 15M, en el que se celebra mucho más que un cumpleaños. Una tienda de campaña rebotaba de mano en mano por encima de las cabezas de los asistentes, a modo de burla sobre la prohibición de acampar, y un cartel que proclamaba la «República del 99%» volaba suspendido por globos pasando sobre los rotativos azules de los furgones policiales.

A las tres de la madrugada la asamblea continúa, mientras algunos prefieren irse a dormir para volver pronto por la mañana. Quieren estar frescos para un domingo intenso o por si la policía intenta un desalojo en las horas de menor afluencia, como ya ocurrió el año pasado. Decidan lo que decidan, todos saben que la clave de Sol, y la del resto de plazas, consiste en mantenerse unidas.

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La fiebre (segunda parte)

Eran las siete de la mañana cuando la fiebre empezó a darme un respiro. Me quedé tumbada a los pies de la cama mientras Oscar, que había pasado la noche despierto, se encargaba de agilizar el traslado. A las ocho de la mañana ya eran las diez en España, y nadie nos había llamado todavía a pesar de que prometieron hacerlo a primera hora. Les llamamos nosotros. El traslado era imposible. No habían encontrado la manera de sacarnos de Labé y nosotros no nos lo podíamos creer. La operadora nos propuso que buscásemos algo por nuestra cuenta porque una ambulancia desde Conakry tardaría todo el día en llegar (si es que la conseguían) y no podríamos salir hasta la mañana siguiente. Oscar decidió buscar un taxi.

Los empleados del hotel llevaban un rato ya en la recepción y se ofrecieron a ayudarnos: nos conseguirían una moto-taxi para llegar a la estación de taxis y allí esperaríamos pacientemente a que algún coche se llenara con diez personas más. Luego, partiríamos hacia Conakry. Obviamente Oscar rechazó la propuesta. Necesitábamos un coche que saliera inmediatamente, en el que pudiéramos ir solo nosotros y que hiciera la ruta directa a Conakry. Puede parecer una exageración, pero conseguir un taxi privado a veces es complicadísimo. A base de soltar dinero, conseguimos el taxi. Oscar estaba muy preocupado por la seguridad durante el trayecto. No quería que explotase el motor o que tuviéramos un accidente por el camino. Tras una hora de espera llegó el taxi, que parecía bastante normal, y salimos rumbo a la capital.

El taxista nos cobró 100 euros por recorrer cerca de 600km, gasolina aparte. No sé cuántas veces paró por el camino. No es habitual llevar un millón de francos en el bolsillo y el hombre estaba exultante. Compraba fruta, bebidas, repartía dinero a los niños de la calle,… la situación era surrealista. Oscar le apuraba para que no se entretuviera, cuando el taxista decidió parar a comer. No pensaba conducir ni un kilómetro más sin parar antes a almorzar. Accedimos, qué remedio! y le esperamos en el coche. Yo iba tumbada en los asientos de atrás, agotada, con tiritonas esporádicas. Hacia muchísimo calor. El aire era espeso, cargado de polvo. De vez en cuando me incorporaba para cambiar de postura o para que se me secase la ropa completamente empapada en sudor y veía el pueblo, exactamente igual a los anteriores, repleto de niños y vacío de oportunidades. Las vendedoras de fruta metían la cabeza por la ventanilla del coche parado y me miraban durante un rato antes de ofrecerme unos mangos o unos plátanos. No les respondía, no tenía fuerza para contestarles a todas.  Era uno de esos lugares demasiado grande para ser un pueblo pero que no goza de las ventajas de la ciudad. Y yo no conseguía sacarle el lado positivo.

Volvió el conductor y arrancamos, esta vez ya no habría más interrupciones en el camino. A la media hora, rodeados de montañas totalmente deforestadas, reventó una rueda. La dirección tembló y el coche cambió de carril. Paramos en el arcén contrario a cambiar la rueda. Yo salí del vehículo y me senté en una piedra, tratando de protegerme del sol de las tres de la tarde bajo un arbolito, mientras el conductor, Oscar y dos curiosos que vivían por la zona paraban a los coches en la carretera para conseguir un gato con el que cambiar la rueda. Nuestro gato estaba roto, y menos mal que llevábamos rueda de repuesto. Cambiada la rueda, el taxista pagó a los dos colaboradores y seguimos hacia nuestro destino. Varios controles de policía después (en los que la actitud del conductor cambiaba por completo y se ponía a gritar que era urgentísimo llevarme al hospital) y tras casi empotrarnos tres veces contra dos coches y una mediana, llegamos a la periferia de Conakry.

En ese momento el taxista debió hacer el cálculo de lo que se había gastado en sus compras y decidió recuperar parte del dinero. Con voz decidida y sin dudarlo ni un minuto nos espetó lo que llevaba rumiando durante todo el rato que había estado callado. «Os voy a dejar aquí, a las afueras de la ciudad. Si queréis que os lleve hasta la clínica vais a tener que pagarme la gasolina del viaje de vuelta».

Dice Oscar que antes de que fuese capaz de empezar una discusión, aparecí de la parte de atrás, desgreñada y con la expresión de la niña del exorcista. Gracias a que mi nivel de francés no me llega para escupir amenazas ni proferir insultos porque en ese momento se me cruzó de todo por la mente. Ni que decir tengo que nos llevó a la clínica, que no le pagamos ni un céntimo más y que llamó por teléfono tres veces al médico (con las tarjetas que nosotros habíamos comprado antes de salir) para que le indicase cómo parar justo delante de la puerta. Cuando nos bajamos del coche, le dimos la mano y le dimos las gracias, porque, a pesar de todo, intentamos no perder la educación en ningún momento.

Aunque yo la perdí en dos y hasta en tres situaciones dentro de la clínica. Cuando llegamos fue un alivio. Me colocaron en la única habitación con aire acondicionado (las otras dos tenían ventilador) y me tumbaron vestida en una cama. El doctor, un francés que llevaba 35 años trabajando en Guinea, conocía los miedos de un europeo y me enseñó las agujas cerradas y estériles antes de pincharme para hacerme la prueba rápida de la malaria, que resultó negativa. Entró la enfermera y me cogió una vía en la mano izquierda para ponerme un suero, y mientras respondía a las preguntas del médico noté un fuerte calor en el brazo y la cabeza, un mareo y se me nubló la vista. Cuando por fin pude hablar le pregunté, nerviosa, qué me había puesto. «No te preocupes, es el calcio». ¡Me habían puesto una ampolla de calcio directamente, sin diluir! Cuando se lo he contado a otras enfermeras y médicos, todos han hecho una mueca de espanto. El gluconato cálcico administrado directamente puede provocar una parada cardíaca, además de otros daños como flebitis, necrosis tisular… además del calcio, me pusieron el antibiótico y el nolotil en bolo, lo que me bajó aún más la tensión y me inflamó la mano dejando la vía inservible.

Cada vez que se me acercaba una enfermera la discusión terminaba en lloros por mi parte. Me frustraba la barrera lingüística y me sentía débil para pelearme cuando no estaba de acuerdo con su manera de hacer las cosas. Necesité cinco minutos de lágrimas y varios gritos para que no me conectaran el suero sin purgar, es decir, que no me metieran toda el aire de la línea del equipo de suero.

La luz se iba un par de veces cada hora, lo que terminó estropeando el aire acondicionado de la habitación. Por las noches me volvían los vómitos y la diarrea, acompañados de fuertes bajadas de tensión. El médico de guardia, que no era el que nos había recibido me recomendó que bebiera zumo de frutas. Le dije que aquello no era bueno para la diarrea y que estaba vomitando hasta el agua. Como no se lo creía tuve que beber delante de él, y cuando me vio vomitar, me dio las buenas noches y se marchó a dormir. En todas partes hay buenos y malos profesionales. El médico que me vio en Labé, por ejemplo, me pareció un buen médico que no disponía de ningún medio, y que había desarrollado un buen ojo clínico a falta de poder realizar pruebas complementarias. Puede que no acertase (creo) con el diagnóstico de malaria pero la clínica era bastante evidente. En aquella situación es preferible prescribir un tratamiento contra malaria y equivocarse, que no hacerlo y que sea malaria. El médico que me dejó colgada aquella noche en Conakry no me causó la misma impresión que su colega de provincias.

Durante los cuatro días de ingresó tuvimos que librar otra batalla aún más ridícula, la del seguro. Los operadores de los primeros días fueron sustituidos por otros durante el fin de semana. Hasta que por fin, una de ellas decidió que nuestra poliza no cubría la repatriación a pesar de que el médico francés discutió con ella varias veces. No quiso facilitarnos el nombre del médico que no autorizaba el regreso a España, y empiezo a dudar de que tuviera esa orden. A nuestro regreso puse una reclamación y en la oficina de Ocaso de mi ciudad me aseguraron que nuestro caso lo habían tramitado desde un call center y que en la aseguradora no habían recibido notificación alguna de la incidencia. ¿A quién creer?

Lo único que quedó claro es que el enlace de la aseguradora se desentendió de todas sus funciones y cuando decidimos marcharnos por la insistente orden médica, el representante del seguro no nos ayudó siquiera a buscar los billetes de avión a sabiendas de que las agencias de viaje no aceptan tarjetas de crédito y que los cajeros solo permiten sacar un equivalente a veinte euros cada vez. La respuesta de este encargado de logística fue «tendréis que sacar del cajero unas 50 u 80 veces». El médico nos reembolsó los 150 euros del traslado desde Labé de su propio dinero temiendo que nadie nos lo devolviera. Él, según nos contó, podía sumarlos a la cuenta de la clínica y así se aseguraba el pago.

Conseguimos salir del hospital, comprar los billetes por internet y hacer un viaje muy muy largo con escala en Casablanca y Madrid antes de llegar a casa, a León. Tuvimos muchas más dificultades de las que cuento en este post pero a toro pasado, revivirlo solo produce cansancio.

Ahora llevo diez días en mi casa, reponiéndome, engordando, y disfrutando de mi gente. Aún no está claro qué fue lo que me pasó. En el hospital me han hecho pruebas para descartar la malaria (poco probable), cólera (probabilidad media por haber una epidemia en Guinea), o salmonelosis (muy probable, creo yo). Y aunque estoy muy contenta de estar de vuelta después de esa experiencia, resultó muy difícil tomar la decisión de abandonar el viaje.

Supongo que ya estoy mucho mejor, porque no dejo de mirar el mapa que hay encima de mi cama. Y porque no he podido contener el impulso de comprar un billete de tren a Madrid para hoy, víspera del 12M.

Muchas gracias a todos por el apoyo, y aunque estos dos últimos post no lo demuestren, estos cuatro meses de ruta han sido maravillosos. Duros pero maravillosos!

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La fiebre

Llegamos a la estación de taxis de Labé cuando las linternas ya llevaban varias horas funcionando. No hay luz en las calles de esta apartada capital de provincia y el centro de la ciudad está a diez kilómetros de la gare routiere, así que en lugar de caminar en la oscuridad durante más de una hora, cogemos dos taxi-motos para que nos llevasen a un hotel en el que pasar la noche. Normalmente no conocemos el nombre de ningún alojamiento y nos pateamos los pueblos y ciudades en busca de una cama, pero el destino quiso que apuntara un nombre en mi agenda para evitarnos dar explicaciones a la hora de tramitar los visados. Apuntarse la dirección de un hotel de cada ciudad principal de la ruta demuestra a los funcionarios de la embajada de que somos turistas al uso, y nos ahorramos suspicacias.

Convencí a Oscar para que nos llevasen directamente al Safatou, un hotel de esos que fueron y ya no son, pero que cobran como si todavía fueran. Al menos para un país como Guinea, porque al cambio nos sale unos 18 euros la doble. Estaba muy por encima de nuestro presupuesto pero insistí a Oscar en que nos quedásemos. Era tarde y estábamos agotados. Además, frente al hotel había un puesto de carretera en el que una mujer de Sierra Leona preparaba unas ensaladas deliciosas y, a esas horas,  no resulta fácil encontrar un sitio donde comer.

La cama era cómoda y acordamos quedarnos en Labé un par de días para reponernos. Al día siguiente decidiríamos si nos quedábamos o no en ese hotel una noche más.

El jueves me levanté tarde. Eran las diez y pico de la mañana y me pesaba el cuerpo como si hubiese corrido una maratón el día anterior. Fuimos a desayunar al puesto donde habíamos cenado pero me tuve que volver al hotel porque estaba muy mareada. Me tiré sobre la cama y una hora después empezaron los vómitos y la diarrea. Pensé que lo malo no es pillar una gastroenteritis, lo malo es que te pille en un autobús, en un camping o un albergue sin agua corriente. Me preparé una botella de agua con suero y mientras mi cuerpo se empeñaba en deshidratarse, yo, con mucha paciencia, me esmeraba en rehidratarlo. La tarea resulta complicada cuando se superan los 35ºC. Poco después del mediodía me empezó a subir la fiebre. A esas alturas ya había empezado a tomar antidiarreicos pero no me estaban haciendo mucho efecto. Sobre las cinco de la tarde empezaron las tiritonas. No eran los típicos escalofríos de una gripe con fiebre, eran movimientos incontrolables primero de las extremidades, luego de todo el cuerpo. La evolución de la fiebre me hizo pensar en un ataque de malaria así que le pedí a Oscar que llamase al seguro para que nos buscasen un hospital por la zona.

A partir de ese momento todo son complicaciones. En Guinea Orange tiene el monopolio de la telefonía móvil y mi teléfono no funciona, por lo que para poder llamar dependíamos del móvil de uno de los empleados del hotel. Pero en un país en el que cada uno tiene sus propios y serios problemas, unos extranjeros en apuros son una buena fuente de ingresos extras. En cada llamada teníamos que recargar el teléfono del muchacho, y el número de tarjetas de recarga de las tiendas cercanas es muy limitado. Por supuesto que pensamos en comprar una tarjeta de teléfono propia, pero en los pocos lugares donde las distribuyen, solo te las venden si eres residente en el país y tienes que llevar un documento para demostrarlo. Y nadie la compra en tu nombre, porque entonces se les acabaría el negocio.

Contactamos con el seguro y el operador se puso en contacto con un médico en España, el cual, debido a los síntomas, ordenó la evacuación inmediata a la capital del país, Conakry, pero para poder llevarla a cabo necesitaban la ayuda de un enlace de logística en Guinea. Y el enlace no respondía al teléfono, así que lo contactaron vía e mail. Como el tiempo pasaba y yo me encontraba cada vez peor decidimos ir al hospital provincial de Labé. Tengo que hacer un paréntesis para explicar que en nuestro hotel se alojaban una docena de médicos, africanos y europeos,especialistas en medicina interna, cirugía… y que estaban invitados a un congreso sobre VIH en la ciudad. Les pedimos ayuda y todos ellos se escaquearon con mejores o peores modales. Tampoco había taxis cerca del hotel y nadie conocía el número de ningún taxista (obvio que no existe una centralita, lo único que funciona es que tu primo o un amigo tenga un coche y ganas de hacer el servicio) y ver la fila de todoterrenos relucientes de los doctores aparcados en la entrada del hotel resultaba frustrante. A  base de insistir e insistir un amigo de uno de los empleados vio la posibilidad de negocio y decidió acompañarnos al hospital en su coche. Con ésto no estoy poniendo en duda la humanidad de los habitantes de Labé, si no que intento ir un poco más allá. Esas personas se encuentran cada día con situaciones de ese tipo que no tienen ninguna salida. Nosotros tenemos un seguro, algo de dinero en la cuenta, incluso la posibilidad de que nos saquen del país. Tenemos recursos y por eso nos desesperamos al no tener los medios para activarlos. Ellos, simplemente no están acostumbrados a tener opciones y por eso se resignan y asumen que los demás también deben hacerlo. Si estás enfermo, que tu familia se haga cargo. Si el hospital no tiene medios para curarte, entonces dependes de tu suerte. No eres especial, no hay ningún motivo para correr a salvar tu vida si normalmente no se puede salvar la suya. Y en la sanidad privada, el habitat de aquellos congresistas, solo importa el dinero.

El hospital de Labé es la referencia en cuestiones de salud para casi un millón de personas, aunque el edificio no es mucho mayor que un ambulatorio del centro de Barcelona. Cuando llegamos no había electricidad y la luz de las linternas del personal bailaba de las salas de espera a las consultas. En la recepción la enfermera más veterana revisaba unos papeles a la luz de una vela. Al verme, se levantó de un salto y tres muchachas de apenas veinte años me agarraron por los brazos y la cintura y me llevaron a una pequeña estancia con tres camas. Me tumbaron sobre un colchón negro, de plástico, sin sábana, al lado de la ventana. Había dos camas más. A la izquierda un hombre yacía inmóvil conectado a un suero amarillento, supongo que cargado con antibióticos, mientras que la mujer que lo acompañaba lo miraba sin expresión en la cara. Pude verlo porque yo también llevaba una linterna. Más allá, una familia se turnaba para acunar en los brazos a un bebé al que le colgaban los brazos y los piernas hacia los lados. No lloraba. No se movía. En la sala de espera se apiñaban mujeres y niños sin protestar por la larga espera.

Me rodearon las enfermeras, y una de ellas me tomó la tensión. El único termómetro del hospital era el que yo llevaba en el botiquín. Comentaron algo de los temblores y solo entonces me di cuenta de que estaba saltando en la cama. Nuestro cuerpo es algo increíble. Me dolía todo, las articulaciones, la espalda, la cabeza me explotaba. Me dolía hasta tal punto que dejó de dolerme. Me sentía fuera de la escena. Veía a Oscar, a las enfermeras llamando al médico, al conductor que nos trajo al hospital, pero solo conseguía concentrarme en la silueta de la mujer que miraba sin expresión al hombre conectado al suero. Su figura se recortaba al contraluz de una linterna. Era joven. La imagen era hermosa y tristísima al mismo tiempo.

Unos minutos después todo el mundo se había ido y la jefa de enfermería ordenó a una de las chiquillas quedarse conmigo para vigilarme. Se llamaba Marie y no paraba de enviar mensajes desde el teléfono. Yo estaba al final de una de las tiritonas, y los saltitos en la cama se espaciaban cada vez más. Cuando volvían los temblores, Marie me miraba fugazmente y seguía con sus mensajes. Tras un tembleque de ese calibre te desmoronas. Sentía que con cada subida de la fiebre, mis fuerzas bajaban un escalón. Así que entre pico y pico bebía todo lo que podía. Llevaba horas sin orinar, solo sudando, vomitando. Solo pensaba en beber para no deshidratarme completamente. Me incorporé con esfuerzo y me senté sobre la cama. Marie me miró y siguió a lo suyo. Llamé a Oscar. Marie me dijo que había ido a buscar al médico. Días después Oscar me contó su versión de aquella noche. Cuando salieron del hospital, fueron a buscar al médico a su casa. Estaba durmiendo, porque, por lo visto, no estaba de guardia. Las enfermeras se encargan de que el hospital funcione y cuando necesitan al médico durante la noche, los familiares tienen que ir a buscarlo directamente a casa. Montaron en el coche, pero no arrancaba, así que a Oscar le tocó empujar. La mayor preocupación de Oscar era haberme dejado sola en aquel hospital y estaba intranquilo porque le habían obligado a llevar consigo mi botiquín en lugar de dejármelo a mí.

Llegó el médico que, afortunadamente, hablaba inglés.  Le conté lo que me había pasado, el hormigueo en manos y pies, lo que había tomado y me dijo que sin duda, era malaria complicada con gastroenteritis. Me lo dijo tan seguro que a mí tampoco me quedó ninguna duda. Luego se fue y le pidió a Oscar que le acompañara. Me quedé sola pensando en el tratamiento con quinina que me tenían que poner, y entonces me entraron las dudas. Me había diagnosticado solo por la clínica sin ni siquiera hacerme un test rápido, y pensé que si era malaria y el tratamiento me sentaba mal o las cosas se complicaban, o que si no era malaria, estaba a casi 600km de la capital. Me entró miedo y le pedí al médico que me dejase irme, que me tomaría el malarone que había traído de España (un tratamiento en pastillas recomendado ante sospecha de malaria, en caso de estar lejos de un hospital adecuado) y que me iría lo más rápido posible a Conakry. El médico accedió a regañadientes y me dio su teléfono por si le necesitaba, y nos fuimos al hotel otra vez.

Contactamos al seguro y nos dijeron que era imposible hacer el traslado esa noche, por logística y por seguridad, así que me tomé las pastillas y pasamos la noche en Labé. Una noche eterna.

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Preparando el cuerpo

Todo empieza en Kolda, la ciudad más calurosa que he conocido en mi vida…

Llevamos un mes en Senegal y sentimos que ya es hora de cambiar de país. Hemos sacrificado algunos de los lugares más turísticos de la región de la Casamance, en el sur, y hemos visitado otros un poco más escondidos. Ahora nos dirigimos hacia el interior del país. Senegal limita al este con Malí y al sur con las dos guineas, Guinea Bissau (suroeste) y Guinea Conakry (sureste). La ruta habitual de los viajeros por África occidental atraviesa Senegal en dirección a Malí, Burkina Faso y luego gira hacia el sur, dirección Ghana, donde la mayoría concluye su aventura. Otros visitan los vecinos Togo y Benín, y los menos continúan hacia Nigeria, para dirigirse al sur del continente. Ésto es importante a la hora de entender por qué hemos tomado la ruta más incómoda y peor comunicada.

El golpe de estado en Malí nos cerró la ruta habitual de viajeros, así que tuvimos que decidir entre volar (como hicieron la mayoría de los pocos viajeros que hemos encontrado en estos meses) o recalcular la ruta terrestre y dirigirnos a los países costeros, ésto es Guinea, Sierra Leona, Costa de Marfil, para llegar a Ghana. La mejor carretera para entrar en Guinea Conakry entra por el oeste del país, por lo que desde Senegal hay que bajar a Guinea Bissau y de ahí ir hacia el este, hacia la ciudad de Labé, en Guinea Conakry. Entiendo que tanta Guinea puede ser un lío si no se tiene un mapa delante. La noche antes de ir a solicitar el visado para Bissau, un golpe interrumpió el proceso electoral en el que se encontraba inmerso el país, sumiéndolo en una crisis política y complicando aún más la vida de los guineanos. De este modo, el único paso terrestre para proseguir la ruta consiste en un corredor formado entre los dos países desestabilizados. Nos dirigimos hacia Kolda, con la idea de llegar a Diaoubé y alcanzar la frontera de Koundara, para después proseguir hasta la ciudad de Labé. Unos 500 km que recorremos en dos jornadas agotadoras.

Los taxis sept-place, siete plazas en francés, duplican el número de pasajeros cuando van a entrar en Guinea. Así catorce personas nos apiñamos dentro del vehículo, que es el único medio de transporte público que recorre la pista de tierra roja hacia Koundara primero, hacia Labé después. A lo largo del camino encontramos puestos de policía cada 20 o 30 kilómetros, lo que quiere decir que no es difícil encontrar unos diez puestos al dia  . Son puestos cuyo fin resulta bastante evidente: colocan una barrera de piedras, una fogata o una cuerda con jirones de ropa ante los cuales los conductores paran, pagan y continúan su camino. Es tal la aceptación por parte de la población de esas extorsiones que los chóferes incluyen en el precio del billete un porcentaje para hacer frente a los pagos que les exige la policía y el ejército. El precio por pasar cada control oscila entre los cinco mil y los quince mil francos, de algo menos de un euro a casi dos dependiendo del humor del oficial, y llega a multiplicarse por diez en el caso de las aduanas. Son los conductores los encargados de realizar el pago para agilizar el procedimiento y asegurarse de que todos y cada uno de los coches que recorren el camino hagan su contribución a las fuerzas de seguridad del estado. Pero a veces, la visión de dos turistas es demasiado golosa y despierta la avaricia de los uniformados que sueñan con encontrar alguna irregularidad en la documentación del extranjero y poder exigir sumas desorbitadas a cambio de hacer la vista gorda. Todo se arregla con dinero. Con mucho dinero.

Hemos salido airosos de todos los controles que hemos encontrado en el camino sin tener que pagar nada más que el ticket de transporte, pero uno de los peajes se merece que le dedique unas líneas.

Calor, polvo, incomodidad y puesto de control, nada nuevo. Oscar y yo viajamos en un lugar privilegiado del vehículo: vamos sentados en el asiento del copiloto y sobre el freno de mano durante doce horas. Tenemos suerte de que no hayan metido a otra persona. Lo habitual son tres pasajeros y el conductor en los dos asientos de adelante, donde más corre el aire pero más pega el sol. Paramos.» Bajen del coche, pasaportes». El policía de más rango (suponemos, porque a veces no llevan más uniforme que la gorra, y en este caso todos llevan la misma casaca militar) revisa nuestros documentos durante unos diez minutos esperando a que le demos algo a cambio de agilizar el proceso. Ni sospecha la paciencia que tenemos.» Cartilla de vacunación». Le damos la de la fiebre amarilla, la de vacunación del viajero y hasta la cartilla de vacunas que nos rellenaban en el colegio. Se le huele la irritación. Pero se sonríe: la cartilla de la fiebre amarilla pone que me he vacunado en 2007 y no pone fecha de expiración. Está seguro de que me ha pillado, pero le ataco directo al orgullo: «cualquier autoridad sabe que tiene una validez de diez años. Lo puede comprobar en cualquier comisaría, embajada u hospital». «Pero debe aparecer escrito», me replica. «No», le contesto. Y añado «yo soy enfermera y le aseguro que no hay que escribirlo». Y entonces se le ilumina y la cara y me espeta sin parpadear: «¡Los papeles de enfermera!». Juro por mi madre que si no llego a estar a cinco mil kilómetros de mi casa le hubiera soltado una carcajada en plena cara, pero eso supone complicar la situacion y me aguanté. «Mi visado es de turista, no de trabajador, por lo tanto no tengo que justificarlo». Touché! Eso ha dolido. Intenta ganar tiempo buscando la profesión en el pasaporte, y asegura que en el pasaporte guineano es obligatorio que venga detallado. Yo le explico que en los pasaportes pertenecientes al estado español (para que no se le olvide que nosotros tenemos la obligación de custodiarlos, pero que su propietario legal es el estado) no aparece la profesión. Silencio. Y entonces juega su última baza: «seguro médico». El seguro médico no es necesario para entrar en territorio guineano y, en caso de serlo, ha de ser la embajada que expide el visado la que lo solicite como requisito. Yo ésto lo sabía pero también sabía que íbamos a entrar en una lucha sin fin en francés que podía perder así que, como sí que tenemos seguro medico de viaje, me da un subidón que se me refleja en la cara al contestar sin vacilar: «¡lo tengo en la mochila!».  Lo malo es que la mochila está debajo de un sinfín de bolsas y cajas sobre el techo del coche, atada con cuerdas y cubierta con una red. El conductor y el resto de pasajeros protestan, pero no a nosotros, si no al policía, porque no quieren perder más tiempo y el chófer ya ha pagado lo habitual nada más llegar al control. Finjo que empiezo a desatar las cuerdas. El policía nos empieza pedir dinero directamente. El conductor se pone a discutir con el policía. El policía se pone chulo y empieza a gritar cuando, detrás de nuestro coche, aparece otro sept-place cargado hasta la bandera y, al frenar a un metro de nosotros, se oye un golpe primero seguido de una explosión y de repente, una llama de un metro de altura sale del motor.

A partir de ahí, todo ocurre muy rápido. Cunde el pánico y la gente intenta escapar de los coches. Se golpean, se atascan y gritan. Nos separamos del policía (que aún tiene los pasaportes en la mano mientras grita algo ininteligible para nosotros), Oscar saca a los niños del coche mientras yo busco el extintor en el asiento del conductor. En Senegal todos los coches llevan un mini-extintor, en Guinea, pude comprobar que no. Uno de los ocupantes del coche en llamas empieza a tirar arena sobre el fuego, así que ante los gritos de «ven aquí» de Oscar, me separo. Si explota el coche es un muy mal sitio para que te pille en medio. Apagan el fuego. Nos acercamos rápidamente al policía aprovechando que ahora tiene cosas más importantes de las que preocuparse que nosotros. En medio de la confusión nos da los pasaportes y, una vez que los tenemos en la mano, nos vamos separando discretamente de él y nos metemos al coche. El conductor entiende la jugada y arranca rápidamente.

Seguimos hacia Labé. Pasamos más controles antes de llegar a la ciudad, aunque no tan emocionantes.

En los dos últimos días hemos comido solo dos veces, el cansancio y el calor se suman al acumulado durante la semana anterior. La situación es propicia para lo que va a ocurrir al día siguiente.

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